A estas altas horas, todo se ve muy oscuro. La gélida luz
que entra por el ventanal me acoge bajo un marco de sombras, mientras descubro
que una solitaria lágrima se confunde con el sudor frío a la altura de mi
mejilla.
Las campanadas de una procesión fúnebre se acercan, haciendo compañía a una interminable hilera de tenues llamas azules que se mezclan con la niebla. Poco a poco, me veo a mí mismo como partícipe de este festejo decadente, cubierto por un manto púrpura y tratando de comprender el sentido de los epitafios.
Imágenes difusas colapsan en mi frente, generando un desfile interminable de colores. Es esa voz infantil la que se ríe de las ilusiones que ayudaste a crear. Poco a poco edificaste mi querer como un castillo de naipes, pero, de un soplo, lo destruyes. Con tu pasión quemas las cartas, manchas mi orgullo y me obligas a odiarte.



